YO SOY CHIQUI
Me llamo Chiqui y soy un perro. Tiene gracia mi nombre cuando soy un hermoso ejemplar de 65 centímetros de altura y casi 30 kilos de peso, pero mis padres humanos lo eligieron porque, cuando llegué a casa, era muy chiquitito. ¡Y es que solo habían pasado ocho días desde mi nacimiento!
Me contaron que mi madre perruna se agobió por no poder alimentarnos a mí y a mis hermanos, y los humanos que la cuidaban decidieron separarnos para que pudiéramos sobrevivir el mayor número posible.
A mí me cogió el tío Vi y me llevó dentro de una caja a casa de los abuelos. No fui muy bien recibido por ellos, la verdad sea dicha. Ninguno de los dos había convivido nunca con un animal de cuatro patas y no estaban muy seguros de quererlo hacer.
Sí fue una fiesta mi llegada para mis tíos y para la que luego fue mi mamá humana; algo que me dio bastantes esperanzas de futuro en esa casa.
La primera vez que la abuela Oli me tomó en brazos fue terrorífica. Me llevó a una sala, me metió en un recipiente blanco y, al momento, comenzó a caer sobre mí un gran chorro de agua. Me decía que olía mal y que después de eso me iba a quedar muy guapo. Yo tiritaba, aunque el agua no estaba fría, y es que durante esos pocos minutos creí morir. Luego me envolvió en algo muy suave y calentito y mamá me tuvo en su regazo durante mucho rato. ¡Así sí se estaba bien!
Los días fueron pasando y, poco a poco, me fui haciendo mi sitio. Me instalaron en una caja en la terraza de la cocina y, si bien no me dejaban transitar demasiado por la casa, yo estaba feliz. Hasta llegué a conseguir, haciéndole ojitos, que el abuelo me tuviera en brazos y me diera biberón. Ese fue uno de mis grandes triunfos.
Pocos días después conocí a papá. Era un señor con unos pies muy grandes, tanto que, cuando remoloneaba a su alrededor, solía atascarme en ellos y me tenían que bajar para poder seguir caminando.
Papá sí sabía cómo tratarme y fue enseñando al resto de la familia. Me ayudó a no hacer mis necesidades dentro de casa, me llevó al veterinario, jugó conmigo. Sin embargo, hubo algo con lo que no pudo, al menos, al principio: no consiguió cambiar mis desayunos. Y es que me encantaba tomar leche con magdalenas. Papá y el veterinario nos decían que no era un desayuno apto para perros; lo que pasa es que era mi preferido y yo tenía un estómago a prueba de bombas, así que, durante muchos años seguí dándome el gusto de tomarlo a diario.
Una vez papá y mamá desaparecieron y estuve sin verlos varios días. Después solo venían un rato a casa para darnos nuestro gran paseo diario. Pero mamá no dormía en casa y a mí se me hacía muy raro meterme debajo de su cama. No sabía qué estaba pasando, y, aunque los abuelos me cuidaban, yo echaba mucho de menos a mamá.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volvieron, cogieron mi cama, mis comederos y mis juguetes, nos montamos en el coche rojo de papá y nos fuimos los tres a una casa nueva. Era una casa muy grande, con un pasillo muy largo en el que me encantaba deslizarme, aun a riesgo de chocarme contra la puerta del fondo como me pasó en alguna ocasión.
Varias veces más cambiamos de casa hasta llegar a la última, que, además, tenía escaleras. Eso sí que era un peligro porque, como buen cagaprisas que fui siempre, cuando oía el sonido de las llaves, me tiraba escalones abajo sin pensar más que en la felicidad de estar con ellos.
A casa de los abuelos ya solo íbamos de visita o cuando papá y mamá viajaban a algún lugar donde no me podían llevar. Porque siempre ha habido humanos a los que no les gusta relacionarse con nosotros. Claro, que ellos se lo pierden.
Papá, que siempre estaba ideando cosas para que yo fuera feliz, me llevó un día a un lugar maravilloso: un parque temático para perros. Allí con un grupo de amigos perros saltábamos, escalábamos, hacíamos eslálones, le llamaban circuito de Agility y para mí era divertidísimo. Es que no me cansaba de correr y saltar. Hasta me convertí en artista y, al menos una vez al año, actuábamos para un público que nos aplaudía a rabiar cuando hacíamos nuestras piruetas.
La familia aumentó cuando llegó Alex, un humano superpequeño que no sabía hacer nada salvo llorar. Lo trajeron en brazos y lo dejaron en la alfombra a mi altura para que pudiera conocerlo de cerca. Me robó el corazón con su olor a bebé. En ese momento decidí que, como su hermano mayor, cuidar de ese niño se convertía en mi objetivo principal. Estaba seguro de que mamá iba a entender si a ella la mimaba un poco menos.
Él aprendió a andar conmigo, moviéndose agarrado de mi cola de un lado a otro de la casa. Y yo aprendí paciencia cuando se ponía de pie sobre mis, ejem, partes íntimas.
Formábamos una familia feliz e hicimos muchas cosas juntos, incluso me llevaron a conocer el mar.
Pero, por desgracia, mi tiempo de vida es más corto que el de los humanos y, cuando llegó Ricardo, ya no pude cuidarlo. Estaba viejito, me faltaban las fuerzas y había perdido muchas facultades y, siendo él muy pequeño, mi corazón dejó de latir. Papá corrió a llevarme al veterinario. En casa quedaron mamá y los niños. Y allí fue la madrina a aliviar la espera de mamá.
Yo no volví. Desde entonces descanso en el campo, junto a mi amiga Elsa y bajo un maravilloso parterre lleno de flores. Y sigo viviendo en el corazón y en el recuerdo de mi familia, de la que recibo señales todos los días.